Por Mónica Salinas

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¿Te puedes imaginar una mesa redonda con once niñas de entre cinco y diecisiete años comiendo juntas? Cualquiera pensaría que se trata de una fiesta de cumpleaños infantil, pero no, esa era la dinámica diaria en la casa de la familia Salinas. 

Soy la número diez de once hermanas. Haber crecido rodeada de ellas, cada una única y diferente, fue una bendición. Aunque debo confesar que no siempre las cosas fueron bien entre nosotras y que a veces no supe apreciar el regalo que Dios me había dado. Como en todas las familias, debido a diversos factores o circunstancias, a veces se daban tensiones entre nosotras. 

En mi caso, tuve dificultad para relacionarme con una de mis hermanas mayores. La diferencia de edad y circunstancias dolorosas influyeron para que eso ocurriera. Adicionalmente, al no ser ella creyente, nuestros valores y manera de pensar eran diferentes. Como resultado, nuestra relación de hermanas fue muy distante por años. De mi parte, el resentimiento por cosas del pasado fue lo que me motivó a mantenerme distante de ella. Aunque no fui la única con quien mi hermana tuvo dificultades, sí fui quien más se mantuvo distante. 

Muchas veces el Espíritu Santo me redargüía para que buscara una reconciliación con mi hermana, y aunque sabía que debía hacerlo, no tenía el valor, o no sabía cómo hacerlo. Quizás tú te puedas identificar conmigo. 

Al comenzar a orar por ella, comprendí que en su corazón también había mucho dolor y que mi hermana y yo nos necesitábamos. Poco a poco, Dios me permitió amar a mi hermana tal como era. Fue hasta ese momento, que el pasado quedó atrás y tuve valor para buscarla y pedirle perdón. Nos perdonamos y desde entonces (aunque siguen las diferencias) hemos cultivado una relación de hermanas. Ahora puedo decirle y mostrarle que la quiero y que me importa. 

No estoy compartiendo esta historia para ponerme como el ejemplo de la “hermana perfecta”. Más bien, quiero resaltar el hecho de que el ser hermanas de sangre no garantiza que nos tratemos como verdaderas hermanas. Se necesita amor, humildad, intencionalidad y valor para acercarnos a quienes nos lastimaron en el pasado, o con quienes, aun siendo de la misma sangre, es difícil relacionarnos. 

La hermandad requiere intencionalidad. En mi país hay un dicho que dice “un líder no nace, se hace”. Creo que eso es verdad también para la amistad que se convierte en hermandad. Los lazos de amor, afecto y compromiso que unen, se deben construir. La hermandad se hace cuando decidimos ser la clase de persona que ama y se da. La que escoge permanecer cuando todas las personas se han ido, la que extiende la mano aun cuando no tiene nada más que una mano que dar. 

Esa es la clase de hermandad que encontramos en la biblia entre Rut y Noemí. Contrario a todo pronóstico, la relación entre nuera y suegra llegó a ser tal, que aun cuando ya no había lazos legales que las unieran, Rut decidió renunciar a volverse con su familia de sangre, y permaneció con Noemí. Decidió correr la misma suerte que su suegra en un país extraño, aunque eso implicaba que sus posibilidades de volverse a casar y formar una familia se reducirían.

Al parecer, los lazos que unían a Rut y a Noemí ahora eran más fuertes que su relación inicial de parentesco. Quizás las circunstancias difíciles de la vida las habían unido más. Al llegar a Judá, Rut trabajó duro para llevar de comer a su suegra y un tiempo después, juntas hicieron un plan para que Rut se pudiera casar. La historia termina con el casamiento de Rut con Booz y el nacimiento de su hijo Obed. 

No todas las historias de hermandad terminan con un final feliz como éste. De cualquier forma, es importante resaltar aquí el amor y compromiso que Rut y Noemí tenían para buscar el bien de la otra, y el precio que Rut estuvo dispuesta a pagar por continuar la relación con su suegra. Nada de esto sucedió por casualidad o por la relación legal y formal que habían tenido como nuera y suegra, sino porque Rut procuró que así fuera y se volvió como una hija para Noemí. 

A lo largo de nuestra vida, Dios nos da oportunidad de conocer a personas que llegan a ser tan cercanas o más que nuestros propios familiares. A veces llegan a nuestra vida como un consuelo en tiempos de dolor o necesidad. Otras veces, nos toca a nosotros mostrar nuestra amistad y ser ese “amigo que es más unido que un hermano” (Proverbios 18:24). 

Desde que me casé, he vivido lejos de mi familia de sangre. Como esposa de pastor también he experimentado la soledad del ministerio. Recuerdo que, en el 2012 en particular, estando lejos de mi país de origen y sin entender muy bien el idioma, estaba pasando por un tiempo de dificultad. Sintiéndome muy sola, asistí a mi primer entrenamiento del CLLI y allí encontré lo que tanto necesitaba. Además de recibir una gran dosis de afirmación de parte de Dios y entender mi llamado, Dios me regaló tres lindas amigas que fueron para mi como hermanas en tiempo de necesidad. Mi vida después de esa experiencia nunca fue igual. Era como si Dios hubiera preparado una hermosa sorpresa que llenaría mi corazón de esperanza, me renovaría las fuerzas y me daría claridad para entender el propósito por el cual me trajo hasta aquí. Doy gracias a Dios por la bendición de ser parte del CLLI pues este ministerio, además de capacitar y empoderar a las mujeres cristianas, les provee espacios apropiados para la hermandad. 

Es claro que la hermandad no nace sola, sino que se hace y se construye al tomar la iniciativa de crear espacios donde se busca el bien de la otra persona. Es en estos espacios intencionales donde una amistad crece y florece, para convertirse en una hermandad hermosa, poderosa, y llena de bendición.

Monica Salinas serves as the Administrative Associate of CLLI and is a graduate of our program.

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